Yo no quiero elogiarte como acostumbran los arrepentidos,
porque te quise a tu hora, en el lugar preciso,
y harto sé lo que fuiste, tan corriente, tan simple,
pero me he puesto a llorar como una niña porque te moriste.
El domingo pasado me levanté poco después de las 8 de la mañana, un poco cansado, no había nadie en casa y no había nada para desayunar, lo cual no era muy raro, sin embargo, algo me hacía pensar que no todo estaba bien, pero ignoré ese extraño presentimiento y me metí al baño. Tenía algunos planes para ese día, pero apenas salí del baño supe que ese día no haría nada de lo que había planeado.
Mi madre había llegado a casa y, apenas me vio, se acercó a mí, para decirme lo que menos esperaba escuchar aquella mañana de domingo: tu tía acaba de morir.
Escuché la noticia, e intenté aceptar el hecho de que mi tía ya no estaba aquí. Me quedé callado por un momento, y mi madre volvió a decirme lo mismo, un poco más alterada, así que intenté calmarme y calmarla a ella (qué más podía hacer). Ella me pidió que fuera a casa de mi abuela para acompañarla y se fue. Tardé un buen rato sentado al lado de mi cama simplemente pensando. No quería ir para escuchar cómo mi abuela lloraba, porque sabía que no podría consolarla, y que en ese momento yo también empezaría a llorar; pero no podía quedarme aquí, así que decidí ir.
En cuanto entré a la casa pude escuchar el llanto de mi abuela; apenas seis meses antes había fallecido mi padre, y ahora le tocaba ver morir también a su hija. Mi abuela se encontraba sentada en una silla de madera, y el cuerpo de mi tía estaba a sus pies, sobre un petate, cubierta con una sábana blanca. Por la forma que había tomado aquella sábana pude adivinar que habían acomodado sus manos sobre su pecho, de la misma forma en que yo acomodé las manos de mi padre, hace seis meses.
Me senté al lado de mi abuela, y recordé. Dicen que cuando uno muere ve pasar toda su vida frente a sus ojos, y pensé, que los que nos quedamos también recordamos todo lo que vivimos junto a esa persona que ya no está, la vida de los que se van también pasa frente a nosotros, y de manera más lenta y nostálgica. Y así fue. Recordé. Desde ese momento empecé a recordar todo lo que esa mujer hizo por mí.
Ella nunca se casó. Supe que en su juventud tuvo un novio, pero nunca consumaron esa relación. Así que consagró su vida entera a servir a su familia. Siendo muy pequeña, ya se encargaba de cuidar de mi padre, y después, de mi tío también. Sus padres (mis abuelos) eran campesinos, que salían de casa, dejándola a ella con la responsabilidad de alimentar y cuidar a sus hermanos. Cuando mi padre se casó con mi madre y adoptó a los hijos que mi madre había tenido con su primer esposo, mi tía también se preocupó por ellos. Mi abuela me contó este domingo, cuando uno de mis hermanos llegó a la casa para ver si podía ayudar en algo, que cuando mi madre regañaba demasiado a mis hermanos, mi tía lloraba y a escondidas los llamaba para hacerlos sentir bien. Cuando nací yo, mi tía olvidó las diferencias que tenía con mi madre (pues ni ella ni mi abuela aprobaban que mi padre se hubiera casado con una mujer que ya tenía hijos), y yo pasé a ser el hijo que ella siempre quiso pero nunca pudo tener. No demostraba abiertamente sus emociones, pero yo sabía lo que ella sentía por mí y le correspondía, pues para mí fue como una segunda madre.
Siempre fue una persona sencilla, al ser la única mujer en la familia se dedicó a las labores del hogar, mientras sus hermanos asistían a la escuela para aprender a leer y escribir; ella nunca leyó un libro, nunca aprendió a escribir ni siquiera su nombre, cuando yo empecé a ir a la escuela jugaba a enseñarle a escribir, pero ella siempre decía que no podía, y yo, tan necio como siempre, insistía y la obligaba, hasta que ella cedía y dibujaba algunos garabatos para tener contento a su sobrino. Su humildad me enseñó demasiadas cosas, y lo agradezco infinitamente.
A los que no la conocían la miraban de manera extraña al notar la psoriasis que ella padecía y que era visible en sus brazos, pero para mí no era extraño, de hecho, ni siquiera recuerdo cuándo fue que empezó a padecer esa enfermedad, pues en las fotos más viejas que tengo junto a ella su piel tiene una apariencia normal. Aún en sus últimos días, a pesar de que apenas podía caminar (encorvada) y con dolores en todo el cuerpo, se preocupaba por su familia, atendía a su madre y preparaba la comida para todos (para mi abuela, mi tío, e incluso para mí, pues siempre preparaba la comida esperando que yo pasara por su casa y comiera con ellos).
Ya llevaba tres días sin comer, apenas comía algo y lo volvía a vomitar; debí sospechar que algo andaba mal el jueves, cuando nos sentamos a comer y yo le pregunté si ella no nos acompañaría también, simplemente me respondió que ya había comido antes, en la cocina, sonrió un poco y cambió el tema; quién hubiera imaginado que tres días después ella ya habría muerto. Mi abuela me contó que un día antes le pidió a mi tío que insistiera para que mi tía comiera un poco, pero él le respondió con cierta tristeza que mi tía no comería nada aquel día.
El domingo aun despertó, a las seis de la mañana, y le dijo a mi abuela que se levantaría para alimentar a sus aves de corral, a quienes unos días antes (cuando empezó a sentirse mal) les había dicho que debían comer lo que les daba porque pronto moriría y entonces no habría quien los alimentara como ella lo hacía. Tambien quiso mucho a sus aves, incluso a los gorriones y a las palomas que de vez en cuando se posaban en los árboles de su patio para ponerse a cantar. Recuerdo el día en que se puso a llorar porque una piedra lanzada desde alguna resortera anónima había hecho que una paloma cayera muerta en su patio.
Aquel domingo, después de contarle a mi abuela lo que pensaba hacer aquel día, vomitó por última vez, se recostó junto a mi abuela y cerró los ojos. Mi abuela entendió lo que había pasado y llamó a mi tío, que intentó despertarla, pensando que solo se había desmayado por estar tan cansada, pero ella ya no volvió a despertar.
Aquel domingo, después de contarle a mi abuela lo que pensaba hacer aquel día, vomitó por última vez, se recostó junto a mi abuela y cerró los ojos. Mi abuela entendió lo que había pasado y llamó a mi tío, que intentó despertarla, pensando que solo se había desmayado por estar tan cansada, pero ella ya no volvió a despertar.
El lunes por la tarde la sepultamos, estuve al lado de su cuerpo desde que salió de su casa, de camino hacia la iglesia, y después hacia el panteón, y no pude evitar pensar que era casi el mismo recorrido que hacíamos cuando, siendo muy pequeño, la acompañaba a la plaza todos los domingos, esperando que después de que ella hiciera sus compras, me comprara a mi también un juguete o alguna otra cosa en las tiendas del centro. Su ataúd era blanco, pues murió siendo virgen, dedicando su vida entera a cuidar de sus hermanos, sus padres, sus primos, a los hijos de su cuñada y a mí. Un ataúd blanco, que llevaba en su interior un cuerpo que ya empezaba a descomponerse (una imagen que prefiero no recordar). Cuando llegamos al lugar que se había preparado para ella decidí no apartarme de su lado, y continué llorando, sin que me importara que las personas que nos acompañaban me miraran con lástima, mi madre también lloró bastante, y mi tío, que casi siempre aparenta ser una persona fría, dejó que sus ojos se humedecieran y también terminó llorando por su hermana. Él ataud descendió y me incliné para echar un puño de tierra. Creo que en el fondo no quería dejarla ir, pero ya se había ido. Regresé a casa antes que los demás y terminé de llorar, a solas. Cuando el llanto se me acabó me sentía tan cansado que me quedé dormido hasta el día siguiente.
Ella siempre bromeaba diciendo que cuando muriera regresaría para jalarme los pies mientras dormía, pero si llega a regresar, dudo que sea para hacer eso. La quise demasiado y siempre la voy a recordar y extrañar; sé que cuando a mi me toque partir y vea toda mi vida pasar frente a mis ojos, ella será una parte muy importante de ese último recuento. Ahora sus restos descansan junto a los de mi padre y mi abuelo... y yo la recuerdo con algunos versos de aquel poema de Sabines, que siempre me hacía sentir cierta nostalgia, imaginando el día en que ella se fuera para siempre.
Sofía virgen, vaso transparente, cáliz,
que la muerte recoja tu cabeza blandamente
y que cierre tus ojos con cuidados de madre
mientras entona cantos interminables.
Vas a ser olvidada de todos
como los lirios del campo,
como las estrellas solitarias;
pero en las mañanas, en la respiración del buey,
en el temblor de las plantas,
en la mansedumbre de los arroyos,
en la nostalgia de las ciudades,
serás como la niebla intocable, hálito de Dios que despierta.
Sofía virgen, desposada en un cementerio de provincia,
con una cruz pequeña sobre tu tierra,
estás bien allí, bajo los pájaros del monte,
y bajo la yerba, que te hace una cortina para mirar al mundo.