12 de julio de 2014

Apología de la Soledad II

Me siento en la barra de aquel lugar y espero a que llegue mi cena: una hamburguesa y un refresco, acompañados de papas fritas; mientras espero intento continuar con mi lectura de La Insoportable Levedad del Ser, pero solo leo un par de lineas y guardo el libro. Creo que hoy me siento un poco solo. Saco una hoja y empiezo a escribir.

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Estimado lector:

Hace tanto tiempo que no escribo, o escribo unicamente para mí. La indiferencia de este lugar me resulta tan cómoda y tan fría a la vez, que hasta la soledad se percibe de un modo distinto (canción, llévame lejos, donde nadie se acuerde de ...). Aquí la soledad deja de ser ese oscuro lugar que me asfixiaba para convertirse en una extraña compañera que baila a mi alrededor, al ritmo de mis pensamientos (quiero ser el murmullo de alguna ciudad que no sepa quién soy).

Hace ya casi un año que él murió, haciendo que este mundo pareciera un lugar más solitario para mí. Tal vez por eso lo recuerdo tanto en estos días, con un reloj, una canción, con todo lo que él me enseñó. Fue él quien me enseñó a leer y también a escribir, cuando yo tenía apenas tres años. Y él también fue quien, como un patriarca que entrega a su hijo en sacrificio, me entregó a la soledad, enseñándome lo que era estar solo.

Desde muy chico me sentí diferente al resto, la incapacidad de mi padre para jugar conmigo (por la entonces reciente operación de su pierna) hizo que poco a poco me interesara menos por los juegos de niños y más por la búsqueda de conocimientos y superación intelectual. Y aunque mis esfuerzos nunca parecían suficientes, yo sabía que, en el fondo, él estaba orgulloso de mí. Por eso, no solo fui su discípulo y heredero, también, en ocasiones, me convertía en su confidente.

Fue un domingo, al abandonar una fiesta familiar, cuando él me habló de lo que era estar solo. En aquella fiesta todos conversaban y sonreían, mientras nosotros permanecíamos en un rincón, hablando poco entre nosotros y esperando el momento para salir de ahí. No es que no nos gustara esa gente, nuestra "familia", simplemente preferíamos lugares menos concurridos.

Decidimos salir de ese lugar antes que los demás, y de camino a casa, los dos guardamos silencio (el silencio siempre fue nuestro mejor aliado). Pero al pasar por el cementerio (aun hoy ignoro si aquel sitio fue el que lo motivó a hablar), él se dirigió a mí para contarme sobre lo que era estar solo. No recuerdo sus palabras exactas, solo recuerdo que me hizo notar que nosotros teníamos gustos distintos a los de la gente que nos rodeaba, y que por la misma razón, a veces preferíamos simplemente escuchar, sin añadir nada a la conversación; recuerdo que en ese momento él me contó sobre lo difícil que es sentirse solo, pero que uno debe aprender a vivir con esa soledad, y también recuerdo que después de contarme todo esto y algunas cosas más, se puso a llorar, de noche, en aquel lugar (quizás lloraba más por mí que por él, creo que así fue). Yo tenía unos siete años, y también lloré al verlo así.

Nadie dijo nada más durante el resto del camino, llegamos a casa y nos dormimos, él en su cama y yo en la mía, mi madre se había quedado en la fiesta con mis hermanos. Al día siguiente ninguno de los dos mencionó nada sobre lo ocurrido, pero yo había aprendido que, al igual que mi padre, la soledad sería un aspecto importante en toda mi vida.

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Termino de comer y pido la cuenta. Mientras camino a casa pienso que, en aquel momento y en aquel lugar, me hubiera gustado darle un abrazo a aquel hombre, y decirle que no estábamos solos pues nos teníamos el uno al otro,pero esa clase de sentimentalismos era ajena a nosotros, que siempre aparentamos ser exageradamente serios y reservados; de repente, recuerdo la noche en que lo encontré en su cama, sin vida, como si él lo hubiera dispuesto así, ahora era yo quien lo entregaba a él a una soledad más profunda, aquella que se encuentra bajo el dulce cobijo de la muerte. Durante una hora estuve solo, al lado de su cuerpo, esperando que mi madre y mis hermanos llegaran para decirles que él ya se había ido. Y hasta que ellos llegaron yo lo dejé, salí al patio, y descubrí que sin él, me sentía aun más solo y perdido que antes. Ya no nos teníamos el uno al otro, ahora solo quedaba yo.

Tal vez por eso decidí irme a otro lugar, o al menos esa fue una de las muchas razones que me motivaron a hacerlo.

Él me enseñó muchas cosas, pero aun hoy, a casi un año de su muerte, creo que ni siquiera él soportaba la idea de sentirse extraño y solo en este mundo, yo sigo aprendiendo por mi propia cuenta.

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